No puedo terminar El Pasado. Lo he intentado cientos de veces pero me topo con las polaroids que dejé dentro del libro y mi mente automáticamente viaja hacia algún recuerdo, o las frases complejas y perfectas y sofisticadas de Alan Pauls me urgen escribir y a veces, ni siquiera eso puedo, escribir, no escribo hace un tiempo, pero cierro el libro, porque quisiera sentarme a escribir, más que seguir leyendo, y entonces, no puedo terminar El Pasado.
Segundos atrás dejé pasar mi último intento de terminarlo, creo que se nota en la extensión de ese primer párrafo, tan invadido de un estilo ajeno, al menos el que me ha llevado a superar estos meses de silencio.
Ahora en español y con una gramática un tanto pretensiosa, me encuentro decidiendo que ese será definitivamente mi último intento. El último que acaba en una pared inútil. El último y definitivo, el que da paso a una primera vez en mucho tiempo, en que ese impulso desemboca en un uso proactivo de la inspiración.
Entonces cómo llegué aca?
Cómo llegué a este lugar del que estoy a punto de salir? Tal vez por esa promesa, las palabras ahora fluyen confiadas.
Unos meses atrás Frank y yo planeábamos un fin de semana fuera de Londres.
Lo único que habíamos decidido era la fecha, pero el destino era un manojo de opciones infinitas.
Fantaseamos con una cabaña en medio del bosque, en algún lugar remoto de Finlandia. Yo soñaba con una estadía colorida, exótica y silenciosa en las ciudades antiguas de Marruecos. Cuando mencionaba “vacaciones” mis compañeros de trabajo ofrecían todo tipo de ideas: un fin de semana en las montañas de Bulgaria, un pequeño viaje por las rutas del Sur de Francia, hubiera seguido los familiares pasos de Winterbottom a través de Génova, una ciudad Italiana que siempre quise conocer después de ver su película, o también hubiera buscado a Sylvia en Estrasburgo. Pero plena temporada, nuestra fecha se acercaba rápidamente y los precios aumentaban. Nos dimos cuenta de que estábamos improvisando demasiado, para hacer alguna de esas locuras viajeras había que planearlo mejor o nos costaría muy caro.
Entonces lo decidimos. Ibamos a ir a París por el fin de semana. El pasaje en micro era baratísimo, y podríamos gastar el dinero en el hospedaje. Yo había ido a Paris unas semanas atrás con Luciano, pero Frank y yo nos habíamos quedado con ganas de disfrutar la ciudad juntos y solos. Era el destino ideal para improvisar y planearlo rápido.
Pero justo antes de comprar los pasajes, cambiamos de idea. Frank había querido durante meses mostrarme un parque de diversiones en Holanda, a donde iba cuando era chico con su familia. Y el precio de los pasajes en bus era equivalente a viajar a Paris. “Long story short” viajamos en avión a Amsterdam y teníamos la vuelta en bus.
El plan era primera noche en Amsterdam, después De Efteling, un día en Zwole, su ciudad natal y volver esa noche a Amsterdam para pasar un día más antes de volver a Londres.
Llegamos con el tiempo justo a Gatwick para tomar el avión. Nuestro vuelo salía de la terminal 4, a la que se accede con un tren interno desde la terminal 3. Esperamos en el pasillo hasta que el próximo tren llegó completamente vacío para trasladar a la siguiente tanda de pasajeros. Nosotros estábamos primeros parados delante de una de las puertas, y cuando finalmente pudimos entrar, vimos un bolso negro olvidado en el centro del vagón. Lo miré a Frank, sé que los dos pensamos lo mismo. Le dije que debíamos avisarle a alguien, pero miramos a nuestro alrededor y no había ningún guardia. No teníamos todo el tiempo del mundo y el tren comenzó a llenarse de gente. Teníamos que tomar ese vuelo, así que desistimos y subimos al tren.
“Mejor prevenir que curar” resonaba en mi cabeza y una sutil culpa me invadió el cuerpo durante los pocos minutos que dura el viaje de la estación 3 a la 4. En cuanto a “qué” sé que pensamos los dos cuando nos miramos, es “ataque terrorista”. Ya había vivido suficientes años en Londres como para notar que la falta de tachos de basura en King’s Cross y otras estaciones clave, se deben a la prevención de estos ataques. Y el audio de la mujer diciendo “no deje su equipaje descuidado, cualquier artículo encontrado sin supervisión será destruido” suena ya como un mantra en mi cabeza, parte de la naturaleza de este continente. Se siente como si estuviéramos programados para temer este tipo de situaciones. Si ves un bolso abandonado, tenés que avisar.
Pero nosotros no avisamos, seguramente no era nada…
Pasamos una noche en Amsterdam, después un día hermoso en De Efteling y otro día empapado en Zwole donde festejamos el cumpleaños del hermano de Frank comiendo papas fritas y tomando cerveza.
Cómo terminamos durmiendo en El Hilton de Amsterdam es una pequeña historia que tal vez contaré en un futuro, pero el hecho que opacó todo nuestro fin de semana, y tal vez el hecho que inauguró mi silencio, fue la noticia con la que nos encontramos cuando prendimos la tele de la habitación después de haber hecho el amor.
Recuerdo ese segundo en que volví a la cama envuelta en la bata blanca, mientras me acercaba Frank dijo con el control remoto en el aire, y sin volver su mirada hacia mí “algo pasó en París”.
No dije nada, no pregunté qué, me senté en la cama preocupada, como si no hubiera ni la mínima chance de que “eso que había pasado en París” no fuera digno de una absoluta atención.
A esa hora de la noche el número de muertos era una especulación que rondaba los 150.
Había todavía 90 rehenes dentro del Bataclan, y comenzaban a llegar las noticias de los ataques paralelos en distintos puntos de la ciudad. Ese día se filtraron varios videos, de los cuales recuerdo uno en particular, donde un hombre filmó con su celular desde la ventana de su casa, gritando “
S'il vous plaît , ce qui se passe ? “ a la gente que corría por la calle arrastrando cuerpos, escapando de los incesables disparos que se escuchaban extrañamente cerca para ser una simple calle en un simple barrio de París.
Las pesadillas comenzaron esa noche. Nuestro último día en Amsterdam lo pasamos caminando tranquilos por las calles grises de un día lluvioso, contactando a los amigos que posiblemente pudieran estar en París ese día, chequeando que ellos y sus seres queridos estuvieran bien. Era una ruleta. Cualquiera podría haber estado en uno de los puntos atacados. Podríamos haber sido nosotros. Podríamos haber estado ahí tan fácilmente. De hecho, íbamos a estar ahí, ese mismo día, pero una idea, solo una idea, desvió nuestro destino. No había nada que impidiera que estuviéramos ahí ese día, más que otra opción igual de factible.
Pensé en el bolso negro. Nos prometimos jamás obviar una situación así otra vez. Que estúpidos.
Pensé en Cromangon, hasta ese día lo más terrible que había visto por televisión ocurrirle a quienes podían ser mis amigos, mi familia, yo misma.
Pero esta vez tuve miedo del mundo. De seres humanos como todos nosotros, tan reales como Frank, como mis hermanos, capaces de matar uno detrás de otro, a cientos de desconocidos.
Nos sentimos protegidos por la humanidad del criminal, a veces, ante una situación de peligro hipotética, creemos que al menos “matar” es difícil para cualquiera y que podemos salir vivos de una situación violenta.
Este no era el caso. Los que sobrevivieron los ataques lo hicieron de casualidad. El objetivo único era matar. No “matar a alguien”. El objetivo y el mensaje era solo MATAR.
Mi mamá, que toda mi vida me había llamado preocupada por distintos motivos, sobre todo sus alucinaciones dramáticas maternales, esta vez, ni había intentado comunicarse conmigo. Obviamente ella ni siquiera contaba con la posibilidad de que estuviéramos en Paris en ese preciso momento, pero yo sabía que sí, que lo más extraño era que no estábamos ahí, solo por un cambio en nuestros planes.
Le escribí a mi hermana en Portugal, y a mi hermano en Argentina. Sentía que tenía que recibir noticias suyas a pesar de estar tan lejos de lo ocurrido. Me sentí tan indefensa, insegura.
Teníamos que volver a través de Francia y mi mamá nos insistía que nos quedemos en Amsterdam.
Económicamente no era posible.
Yo sentí genuinamente miedo de volver a Londres.
Durante los días siguientes las amenazas aumentaron con el Reino Unido como uno de los principales blancos, los fuegos artificiales nunca cesaron en la ventana de mi cuarto y las sirenas de policía aumentaron considerablemente.
Me encerré en mi cuarto durante días mientras no tuve que ir a trabajar, y prefería pasar todo el tiempo con Frank, fuera o dentro de la casa, si pasaba algo, nos pasaba a los dos.
Me enojé tanto con los vecinos. “Les parece un buen momento como para andar tirando fuegos artificiales?” le decía a Frank cada vez que escuchaba un petardo desde mi habitación. Explosiones que no cesaban desde ese pasado 5 de Noviembre.
Policía armada custodiaba las estaciones de subte, y a cada ruido anormal yo reaccionaba con un saltito de miedo. Observaba a cada persona que pasaba a mi lado, y me he sentido mareada al intentar poner ojos en cada uno de ellos, siendo tanta la gente en las calles de Londres.
Me vi a mi misma desconfiando de desconocidos.
Practiqué en mi mente tácticas de escape.
Y cada noche. Una detrás de otra, soñé que hombres de negro invadían un lugar común y disparaban con armas de guerra al azar. Siempre un lugar distinto. Un lugar conocido distinto. Y siempre alguien distinto moría en mis sueños. Yo he recibido disparos, me he escondido en lugares oscuros, y hasta he trepado árboles en mis sueños para escapar de estos hombres armados. Casi siempre me encontraban. Casi siempre presenciaba un asesinato, o varios. O pretendía mi propia muerte para no atraer su atención.
Algunas noches concilié el sueño únicamente a la madrugada, bajo el efecto agobiante de querer irme de esa ciudad instantáneamente, quedarme un minuto más era tortura.
Un día, viajando en subte, se abrió de golpe una ventanilla de ventilación, y entró una ráfaga de polvo que nos abrumó a todos. Me asusté, especulé, creí que algo pasaba, que era un ataque. Miré a mi alrededor y todos los demás pasajeros se recuperaron del susto rápidamente. Frank me dio la mano y respiró hondo como aliviado de que en realidad nada había pasado.
Faltaba solo una semana para el último día de trabajo de Frank en Tonic and Remedy, y llegaba fin de mes. Le dije que me quería ir. Que podíamos ir a Amsterdam como él había propuesto meses atrás.
Era el momento ideal, porque si nos íbamos ya mismo, no debíamos volver a pagar la renta el siguiente mes, y podíamos usar ese dinero para una renta en Holanda. El debía buscar un trabajo nuevo y era lo mismo buscar en Londres que en Amsterdam. Dejar mi trabajo no era el fin del mundo, recién había empezado, y no significaba un factor de apego con Londres. Sumado a todo esto, mi amor por Londres se veía considerablemente opacado por el miedo que me invadía cada vez que salía de mi casa.
Long story short again: la familia de Frank nos ofreció una casita de vacaciones en Warmond, un pueblo a media hora de Amsterdam en tren, que podíamos alquilar mientras buscábamos trabajo y un departamento propio. Instalados en Warmond buscamos trabajo y fuimos a Amsterdam numerables veces para entrevistas y en búsqueda de nuestro propio hogar.
En el pueblo nos aburrimos mucho, miramos muchas malas películas, pasamos las fiestas con pocos lujos, Navidad con la familia de Frank y Año Nuevo con una cena romática solitaria, frustrada por una mala selección de recetas.
Pero el 2016 nos recibió con la energía renovada. Ideas inspiradoras que me mantienen ocupada y buenas noticias, que nuestros planes y nuestras acciones nos están llevando a buen puerto.
Londres tiene fama de ser una ciudad difícil. Difícil de pagar, difícil de digerir. También difícil de abandonar, es cierto, incluso Frank lo siente a veces (lo sé).
Pero era el momento indicado para darle una oportunidad a otra ciudad, a mostrarme ese lado de Europa que no conozco. Donde una ciudad no te chupa hasta tragarte.
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